Afganistán detrás de las cámaras
por Estefanía González
Ubicado en el corazón de Asia, en una encrucijada entre Irán, Asia Central, el mar Arábigo y la India, Afganistán es un Estado que ha estado sometido a diversas presiones a través de los años, tanto por agentes internos como externos. Los efectos de todos sus procesos históricos todavía tienen un efecto muy importante en la gobernabilidad, la seguridad, y sobre todo, el bienestar de toda la nación afgana. La población se ha visto forzada, históricamente, a límites inimaginables, coronándose como uno de los países más fragmentados del mundo desde el punto de vista étnico. Aunque cuentan con cerca de 25 grupos étnicos diferenciados, la distinción principal se hace entre los pasthunes, mayoritarios, y los que no lo son.
Para entender el conflicto actual, es necesario conocer el contexto histórico, y los acontecimientos que han llevado a él. Establecido como Estado en 1747, Afganistán ha sido parte de grandes imperios, y en más de una ocasión se ha encontrado entre ideologías y poderes rivales. Durante el siglo XIX, fue el epicentro de las tensiones entre rusos y británicos, y tras la imposición de los ingleses, permaneció bajo su influencia hasta 1919, cuando lograron la independencia. Tras liberarse de Reino Unido, se instauró una monarquía hasta 1973, dando paso a la primera República de Afganistán. Sin embargo, este régimen no acabó de convencer a una parte de la población, y tras la llamada “Revolución de Saur” (1978), con influencia comunista, se pasó a denominar la República Democrática de Afganistán. En los años ochenta, el mundo estaba dividido: el mundo comunista contra el mundo capitalista, la Unión Soviética contra los Estados Unidos de América. En Afganistán, el gobierno de la República contaba con el apoyo de la URSS, mientras que la oposición que les desafiaba, formada por la guerrilla islámica (los muyahadín), tenía de su lado a EEUU, Pakistán, Arabia Saudita y la mayoría de países tanto occidentales como musulmanes. La llamada “Guerra afgano-soviética” empezó tras el reclutamiento (y armamento) de estos fundamentalistas islámicos. Tras años de atentados (financiados por las que ahora son potencias mundiales) y acciones armadas de diverso tipo, el conflicto terminó en el ’89, con la retirada de las tropas soviéticas y el ascenso de los muyahadín al poder. En ese momento, el país pasó a ser conocido como “Estado Islámico de Afganistán”.
Sin embargo, el caos político fue una constante en Afganistán hasta el verano de 1994. Los talib (“estudiantes religiosos” en pasthun) emergen de algunas de las facciones de muyahinees que combatieron a los soviéticos en los ochenta. Sin embargo, la mayoría de estos estudiantes todavía no habían nacido cuando acabó la guerra, por lo que el movimiento se nutrió de huérfanos de los campos de refugiados, es decir, las víctimas del conflicto, no los combatientes. Así, en menos de 5 años, estos estudiantes con escasa formación militar consiguieron despojar del poder a los antiguos señores de la guerra, imponiendo una visión unificada de un islamismo “moderno”, pero profundamente ortodoxo, separada del resto de debates islámicos que se daban (y se siguen dando) en otras partes del mundo. Esta forma conservadora rechaza toda idea de progreso político o económico, y exalta las costumbres puras predicadas por Mahoma. Paulatinamente, los talibanes fueron extendiendo su poder por grandes regiones del país, estableciendo una capital propia en Kandahar. Sin embargo, no fue hasta la primera conquista de Kabul, en septiembre de 1996, que los combatientes talibanes se comprometieron a gobernar todo Afganistán. Tras la inicial sorpresa de la comunidad internacional, que no predijo el rápido ascenso al poder de este grupo, se empezaron a dar a conocer fuera de las élites militares y políticas.
11 de septiembre de 2001. Aunque fue atribuido a bin Laden y al Qaeda, el gobierno talibán en Kabul les protegía, pese a los avisos de Bush (el entonces presidente estadounidense), de entregarlo. Tras la pérdida del apoyo pakistaní, y la presión militar y política de los EEUU, el gobierno talibán perdió el poder y, aunque no desapareció, se dispersó por pequeñas ciudades y áreas residenciales, donde los miembros se camuflaron mientras el gobierno talibán colapsaba. La atención se centró en crear un nuevo gobierno y reconstruir el país, agotado tras años de guerra intermitente. Un pasthun moderado, Hamid Karzai, fue elegido como líder interino del país, lo que fue bien recibido por la población. Se intetó crear un gabinete que representase a la variedad étnica, pero no todas las facciones estaban de acuerdo. Esto, junto a la pérdida de apoyos en el extranjero (estaban ocupados buscando aliados contra los terroristas de al Qaeda), provocó un rápido resurgir del movimiento talibán en Afganistán. Un movimiento que se ha confirmado como persistente y en constante transformación.
Ha sido precisamente su visión de la justicia, que tanto rechazo nos supone a muchos viendo el desenlace de esta crisis, lo que ha ido ganando a gran parte de la población, proponiendo una alternativa de orden social en medio de la precaria condición en la que se encuentra la mayoría. El apoyo popular se basa principalmente en la afinidad ideológica y en la aversión a las fuerzas de ocupación extranjeras, de las que consideran que el gobierno de Karzai era solo una marioneta o un cliente. Desde el gobierno de Obama en 2009, hasta el pasado 15 de agosto, las tropas estadounidenses se han mantenido de forma ininterrumpida en el país, pese a las promesas de fin de la guerra y negociaciones de paz. La falta de transparencia, junto con la subestimación de las profundas raíces, diversidad y complejidad de la amenaza insurgente del movimiento talibán han desembocado en la fase más reciente del conflicto: la segunda llegada a Kabul de los talibanes. Y esta vez, al menos por el momento, parece que han llegado para quedarse.
En abril, el actual presidente de los EEUU, Joe Biden, anunció que antes del 11 de septiembre, retiraría sus tropas de Afganistán. Desde el anuncio, los talibanes no han perdido el tiempo, conquistando poco a poco las ciudades más importantes del país. La situación escaló cuando el actual presidente, Ashraf Ghani, abandonó el país. Ese mismo día, los talibanes entraron en Kabul, la capital, mientras miles de personas intentaban huir del terror que acompaña al movimiento. Bajo el pretexto de “proteger a la ciudad” tras la huida del presidente, los talibanes tomaron el palacio presidencial, haciendo un llamado de calma y ofreciendo garantías a los residentes. Pero lo que ellos entienden como garantías (entre las nuevas normas, las más restrictivas son aquellas que se referieren a las mujeres y niñas, prohibiendoles incluso acceder a sanidad y hablar en público), para la mayoría de la población de Kabul, son condenas. Condenas a un futuro incierto para unos, sentencias a muerte para otras.
¿Qué hace que miles de personas se lancen a los aeropuertos para huir de sus casas? ¿Qué puede llevar a una madre a entregar a su bebé a un soldado desconocido? Gracias a las redes sociales y la globalización, somos capaces de compartir información, imágenes y videos de un lado a otro del mundo en cuestión de segundos, incluso menos. Esto ha ayudado a que se puedan denunciar situaciones que de otra manera pasarían desapercibidas, pero nunca es fácil analizar lo que está pasando. Una foto se puede modificar, malinterpretar y sacar de contexto fácilmente. Es muy fácil juzgar desde el sofá de casa una situación tan compleja como la que hemos expuesto, pero nos haría bien ir más allá de llamar «malo» o «bueno» a aquello que no entendemos, sólo siendo un eco de las declaraciones de los medios.
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https://journals.openedition.org/revestudsoc/12376
https://www.tandfonline.com/doi/abs/10.1080/14702430802252511